LA FORMACIÓN POR COMPETENCIAS, UN ACTO DESHUMANIZANTE

Publicado en la Revista Gaimaleón. Unicatólica. 


“No hablemos del nombre, sino de la cosa que el  significa”
(Platón; Teetetes o de la  ciencia).


Hugo Hurtado Valencia[1] y Mariela Sánchez Rodríguez[2]
Introducción

Trasmitir el acervo cultural de una generación a otra es la manera como la sociedad se asegura la subsistencia y el perfeccionamiento social. La familia, la escuela y en general las instituciones, preparan a las personas para apropiar los reservorios culturales, enriquecerlos y desplegarlos en la vida cotidiana y en los distintos y múltiples quehaceres humanos. Tradicionalmente, corresponde a la institución educativa de carácter formal y en especial a la Universidad  una buena parte de este proceso. A la Universidad le corresponde formar, pero la Universidad está en crisis y “la crisis no proviene de la deficiente forma cómo cumple sus objetivos sociales, sino que más grave aún no sabe qué finalidades debe cumplir” (Savater; 1991) ¿Debe la universidad formar técnicos laborales o personas íntegras? Buscando contribuir a este debate, es el objeto de este artículo presentar algunos sentidos y significaciones históricas de la noción de formación, sintetizar algunos de sus elementos centrales y reflexionar sus implicaciones para el ser y el deber ser de la universidad hoy.      

Formación integral o formación técnica: un debate necesario

Las palabras formar y formación derivan de la voz latina forma que significa imagen, figura. Formar es producir o dar forma a algo y formación es acción o efecto de formar (DRA; 2011); es decir, en la formación interesa la imagen, la figura producida pero también la manera cómo se ha producido. Haciendo referencia a los seres humanos la formación es el proceso y el resultado inacabado de “criar, educar o adiestrar” a las personas para que puedan responder adecuadamente a las situaciones y retos que su vida y su sociedad les plantean. La formación moldea, configura a los seres humanos para que puedan vivir y hacer trascender la sociedad en que viven. En la formación se busca que los seres humanos sean cada vez más humanos, apropiando, desplegando y renovando permanentemente los reservorios culturales producidos por otros seres humanos y que los llevan hacia estadios más avanzados. En la formación interesa tanto la persona  que se forma como los elementos, procesos, personas y contextos que intervienen o se toman como referentes para la formación, esto es: la sociedad, la naturaleza y la cultura en sus complejos procesos y relaciones.

El alcance y el sentido de lo que se entiende por formación también está determinado por lo que la sociedad o sus grupos dominantes consideran necesario trasmitir, reproducir o cambiar en cada época. La formación está cruzada así por intereses políticos y por conflictos. Y es en el centro de esos conflictos, de esas tensiones sociales, que el debate adquiere su fuerza. No se trata de un debate en abstracto, se trata de un debate acerca de lo que debe concebirse y aceptarse por la comunidad universitaria, pública o privada, como formación, en función de esas más justas, equitativas y renovadas sociedades que desean construirse. Un consenso social alrededor este principio fundante de la educación  debe traducirse en acciones, en posturas que hagan del quehacer formativo un ejercicio distinto al puramente técnico, en el que parece haberse caído.

Y es que, impulsada tal vez por las leyes, la moda, una determinada orientación del desarrollo o una perversa forma de administrar la educación -cifrada en la excesiva racionalización de los recursos- la universidad colombiana, salvo algunas excepciones, introdujo en  su campus el discurso de las competencias (Gómez y Alzate;2010) y con ello deshumanizó los currículos, pragmatizó los saberes y aprendizajes, regionalizó las aplicaciones del conocimiento y disminuyó los tiempos de formación necesarios para la  vivencia, la experiencia y la expresión creativa de la experiencia, entre otros aspectos, necesarios en cualquier ejercicio formativo. El énfasis en lo técnico, desdibuja la función de la Universidad en la sociedad, reproduce desigualdades y hace que quiénes pasan por los claustros, sufran un proceso de deshumanización, al trasladárseles reservorios culturales parciales, cifrados en la producción pero alejados de las relaciones humanas, las relaciones con la naturaleza y a veces hasta de las culturas. ¿Qué puede ocurrirle a una sociedad que orienta la formación de las personas en función, predominantemente, del desarrollo económico y la racionalidad técnico-científica? ¿Debe la universidad Colombiana seguir adoptando este ideal formativo?

Reflexionar el sentido de la formación humana, es pues hacer un esfuerzo para evaluar y reorientar la función actual de la Universidad en la sociedad. Las personas formadas deben ser capaces de comprender y aplicar la técnica, reflexionarla, crearla, pero también de poner límites a su aplicación si ella no contribuye a construir la sociedad deseada. Claro, el problema fundamental está, en que si se estudia la técnica por la técnica misma y como una especie de instrucciones ya dadas, en función de una determinada aplicación parcial, se deja por fuera gran parte de las relaciones que guarda la técnica con la compleja realidad social, cultural y natural, se deja por fuera gran parte del aprendizaje de lo humano de los seres humanos y el resultado, es posible, como decía Nietzsche, no sea más que ese animal instinto con sed de poder e instinto de supervivencia, dispuesto a devorar a otros seres humanos para alcanzar sus metas, cada vez más individuales. A este propósito, tal vez  resulte conveniente, revisar los distintos significados históricos de lo que la sociedad occidental entiende como formación, con el objeto de reflexionar el ideal formativo presente y sus posibilidades de reelaboración, en el marco de la construcción de una sociedad más justa. 
      
Sobre la noción de formación: algunos sentidos y significaciones históricas

Platón, San Agustín y Kant vivieron épocas distintas pero tuvieron en común pensar el hombre en función del hacer y el hacer guiado por los principios de justicia y bien común; bien, guiado por las orientaciones cristianas o por la acción libre pero responsable del hombre en sociedad. Los tres, al reflexionar al hombre y el sentido de su quehacer, pusieron el énfasis en la ética (tal como  la entendemos hoy, como reflexión sobre  la moral). Al hacerlo, no sólo nos legaron las claves para desentrañar el sentido de lo que ellos y sus sociedades concebían como formación, sino que se convirtieron en ejemplo del individuo formado.      

Los griegos por ejemplo, se preocuparon por formar la mente, el cuerpo y el alma de sus ciudadanos. Platón sintetiza este ideal formativo en la República. En este diálogo en el cual se  expone el ideal de sociedad y de estado, el filósofo sostiene que los hombres deben aspirar a formarse en la virtud de la sabiduría (los filósofos), en la virtud de la templanza o valentía (los guerreros), en la virtud de la moderación como forma de represión del deseo o del hacer impulsivo, y finalmente en la virtud de la justicia.

Al centrar su reflexión en las cuestiones más fundamentales para la sociedad Griega como mantener el estado, defenderlo, gobernarlo con sabiduría,  actuar en el con moderación y aspirar a la justicia, Platón pone su énfasis en lo que significan tales cuestiones, en las acciones que realizan lo hombres y en su enjuiciamiento como justas o injustas en el marco de un tipo de sociedad que él piensa. Un aspecto importante de esta reflexión es que Platón y particularmente Sócrates, su maestro, nos enseñan que para formar seres humanos es importante tanto el maestro que pregunta y ayuda a sus discípulos a encontrar el significado de las cuestiones más fundamentales (diálogo socrático o mayéutica) como el fin mismo de la formación, guiada siempre por los valores más altruistas y en el marco de una sociedad y un Estado.   

Sócrates, encarna en su propio ser las virtudes de la persona formada. En su dialogo “Apología de Sócrates”, Platón muestra la firmeza y el carácter del maestro, su actuar guiado por el sentido de la justicia y por lo conveniente para él y para el Estado. Lo bueno o justo siempre es bueno o justo para todos. Platón piensa un tipo de Estado y un ideal formativo en el que no caben ni la irracionalidad, ni aquellas acciones de los hombres que no contribuyan a formar las virtudes. Por eso critica a los políticos, oradores y especialmente a los poetas homéricos que siembran en la mente, en el cuerpo y en el alma de las personas, ideas falsas y contrarias a las virtudes necesarias para mantener el Estado. Son múltiples los aspectos que relacionados con la noción de formación, podrían extractase de la amplia disertación de Platón, por ahora, sin embargo, interesa destacar, que para los griegos la formación de las personas va más allá del aprendizaje de las artes y los oficios (techné), pues se busca orientar  a los hombres hacia la virtud (areté) (Sarria; 2008).

Tal como lo ha considerado Gadamer, en este primer momento, la noción de formación contiene una evocación de origen religioso. La formación es el “procedimiento para llegar a un estado de virtud tal que convierta a quién lo sigue en modelo” (Gadamer 1991). Es una noción ascética, pues se trata de un conjunto de “normas prácticas y rigurosas a las que se sujetan aquellos que desean adquirir la perfección moral”. Sócrates es el modelo, es el ejemplo a seguir del hombre formado. Su máxima: si quieres conocer “debes conocerte a ti mismo”, pone de relieve que sin esfuerzo propio de las personas no hay conocimiento ni formación. El cómo a Sócrates le nace el amor por la sabiduría, practica la virtud de la templanza, la moderación y la justicia, es algo que sin embargo queda por ser explicado. Atrevámonos por lo pronto a decir que Sócrates vive en un entorno cultural de guerras, que sabe de la importancia de construir y defender el Estado pero también en una época en que la sociedad se está alejando de las explicaciones míticas del mundo y está tratando de encontrar una explicación racional a todas las cosas. En este contexto, el esfuerzo por su formación recae en encontrar la perfección moral es decir el cultivo del cuerpo, la mente y el alma para el buen actuar.     

En la Edad Media, particularmente a partir de los Siglos IV y V, la consolidación del cristianismo y de su principio fundante la fe, aparece contrapuesto a la razón. San Agustín  de Hipona, filósofo y después converso articula convenientemente estas dos nociones y con ello da cuenta de ese nuevo tipo de sociedad y ese nuevo ideal formativo que el cristianismo pretende desarrollar. En un plano distinto al de los griegos, pero similar en cuanto a rutas empleadas, el énfasis en lo formativo recae en el esfuerzo por explicar el reino de Dios y poner en cada uno de los hombres, los valores y principios que deben orientarlo hacia tal fin. El “ser bueno es ser un hombre de fe y la fe coincide con ser racional” pues es Dios quién ilumina el alma de los hombres y les da conocimiento y sabiduría.

La formación es entonces la búsqueda del reino de Dios a través de la práctica de las virtudes para alcanzar la “salvación” del alma. Tales virtudes, que en términos nuestros, equivalen a esos perfiles de hombres que griegos y cristianos quieren formar, se resumen en virtudes intelectuales, morales y teologales. Las primeras y segundas (sabiduría, templanza, justicia y prudencia) coinciden con el sistema platónico y con Sócrates el ejemplo ideal del ser formado;  las terceras (fe, esperanza y caridad) se relacionan con el sistema cristiano, con Jesús el ejemplo a seguir, aquel a quién su sabiduría le viene de Dios y sus acciones guiadas por la fe, la caridad y la esperanza le conducen al reino de Dios. Tampoco aquí el maestro desaparece, al contrario, adquiere un carácter divino o iluminado.

Un aspecto común, es que tanto griegos como cristianos piensan la sociedad que desean, dan cuenta de ese ser perfecto que debe desenvolverse en ella y se dan a la tarea, por medios distintos, de formarlo. Griegos y cristianos ponen su énfasis en los fines de la formación y en los principios, normas y conocimientos para guiar el hacer de los hombres.             

A partir del renacimiento, el ideal formativo cambia. El proyecto ilustrado o liberal piensa una sociedad de hombres libres alejados de la tutela de la iglesia y con capacidad para labrarse, por si mismos, su destino. En este nuevo contexto la formación es entendida como formación para la libertad, para el ejercicio de la razón práctica que nos es otra cosa que la formación moral. En lecciones de pedagogía(cfr. Kant; 1983), Kant, uno de los abanderados del proyecto ilustrado, parte de la idea que la naturaleza humana está compuesta por cuerpo y espíritu, y cuerpo y espíritu necesitan formación física, cultural y moral. En Kant, la moral es libertad y la libertad es autonomía, por lo tanto “el fin de la educación es formar en las personas la capacidad para darse principios de acción que permitan saber cómo orientar las acciones” en el contexto de una sociedad y unas normas.
La preocupación fundamental de Kant es pues cómo regular tal libertad desde el hombre mismo. Esta manifestación de la forma moral en el hombre, capaz de regular su  naturaleza corpórea y espiritual es lo que en la tradición alemana se denomina  formación (BILDUNG) que significa “ascenso a la humanidad” (cfr. Vierhaus; 2002) o mejor perfeccionamiento moral del ser humano, postura que se puede leer también en Sócrates.

La idea de formación como auto perfeccionamiento moral, como formación para la autonomía va a hacer parte del ideal educativo de corte moderno-occidental. Gadamer, mismo va a considerar "el concepto de formación como el pensamiento más grande del siglo XVIII” (Gadamer; 1991)[3]. Para él “la esencia general de la formación humana es convertir al hombre en un ser espiritual universal”. Gadamer pone sin embargo su énfasis en el proceso y no en el fin mismo. Retomando a Hegel, quién expresa que el “formarse implica transformarse desde el ser y para el ser” y a Humboldt quién sostiene que la formación es superior a la adquisición de cultura porque “la cultura es desarrollo de capacidades y talentos” pero la formación es “algo más elevado y más interior”, Gadamer pone la formación más allá de la adquisición de conocimientos y le confiere un sentido trascendente.

En la misma dirección, Herder considera que le corresponde al hombre la obligación de formarse, no sólo como producto de la enseñanza sino por el proceso que se debe dar en él como sujeto de la enseñanza (Sarria; 2008). Para ser formado el hombre debe aprender todo lo que corresponde a la razón y a la humanidad y debe permanecer en un proceso constante de formación, mediante el compromiso de formarse para  la razón, el arte, la libertad y la belleza. Hay en Herder, la idea de formación como un proceso inacabado de enseñanza- aprendizaje de lo humano, cuyos fines son el aprender a pensar y el actuar libre y guiado hacia lo estético. La  formación implica por tanto un proceso histórico de apropiación de la cultura, es decir de lo humano de los humanos, pero orientado en los actos hacia lo bello.  

Para  Ortega y Gasset la formación depende del esfuerzo personal, por lo tanto no puede ser establecida de una vez y para siempre; y no puede considerarse una posesión  sino más bien un ejercicio constante en busca de discernimiento. La universidad debe ser un lugar de educación y formación, más que de instrucción (Ortega y Gasset; 1930). En esta postura la  formación es una actitud practicada permanentemente por el sujeto, actitud parecida a la prudencia, a la cordura, a la sensatez que media entre el pensar y el hacer del hombre sabio que se autorregula.     

A Ortega y Gasset le preocupa la tarea  otorgada por algunos pedagogos a la educación, Ortega y Gasset considera absurdo que el fin último de la educación sea educar ciudadanos útiles y afirma que para educar al hombre, el proceso debe reflexionar todos los aspectos que significa ser hombre. Para este autor, “la universidad se convirtió en una fábrica de profesionales con conocimientos técnicos, pero ignorantes de la cultura, las humanidades, las ideas para comprender su mundo y su tiempo, lo que Ortega y Gasset llama “el bárbaro profesional” (Ortega y Gasset, 1930).

Es tanta la influencia de Kant sobre el resto de pensadores modernos que la idea de autonomía del sujeto, la idea de formación para la libertad, no de una libertad absoluta, sino siempre autoregulada por el propio individuo, va a guiar el proyecto formativo moderno. Las instituciones ya sean de orden medio o superior se van a proponer formar a sus estudiantes para la autonomía y desde la autonomía contribuir a consolidar un mundo en paz, justo y solidario.

En el contexto del postmodernismo la autonomía como ideal formativo, sin embargo, entra en crisis. Algunas críticas a esta postura, refieren el hecho de que la formación no tiene claro sus fines (Savater; 1991). Se forma para la libertad desde la libertad misma lo que conduce a un libre pensamiento que no siempre concuerda con los fines sociales del Estado. Otra crítica, está referida a que los deberes (normas, leyes) y principios universales a los que ha de remitirse el sujeto para orientar su acción, no garantizan que efectivamente éste actúe (Marcos; 2011).  Esta divergencia entre pensamiento y acción se expresa en todos los campos, pero especialmente en el que hacer profesional. Políticos, empresarios, y demás van a pedir a la Universidad adecuar sus programas a las realidades del país. Formar a los jóvenes de acuerdo con las demandas laborales, formar a los jóvenes para ser más productivos, más capaces de apropiar creativamente la ciencia y la tecnología, más capaces de contribuir a resolver los problemas. En otras palabras, va a dársele a la formación universitaria unos fines, los fines sociales del Estado y a pedírsele un sentido más práctico, más pragmático.

La formación por competencias y la reducción de la experiencia humana

La formación por competencias es pues la respuesta a la sensación colectiva de distanciamiento entre saber y hacer. Distanciamiento que a veces raya en la irracionalidad, la rebeldía o la incomprensión entre los hombres; que clama por un saber pertinente, acorde con un mundo complejo y multidimensional, por un saber práctico orientado a mejorar las condiciones materiales de vida y que hace una apuesta por la democracia como único sistema en que las personas pueden desarrollar sus autonomías individuales, haciendo parte de una sociedad e identificándose, más allá de las diferencias culturales, como especie humana (Morin.2001). Un distanciamiento que propone su unidad en función del futuro sostenible del planeta y de la vida.   

En este contexto, la noción de formación queda acotada o reducida a la de competencia. La educación debe preocuparse por formar a las personas para aprender a conocer – aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a ser (UNESCO, 1996). En otras palabras se trata de desarrollar en las personas procesos de enseñanza-aprendizaje que los lleven a apropiar una serie de saberes, habilidades, destrezas, actitudes y aptitudes necesarias para saber hacer en contexto. ¿Qué es lo que cambia con respecto a la noción de formación propuesta por el paradigma liberal? Cambian los fundamentos, la manera como se concibe la naturaleza humana y los fines de la formación.

En efecto, Kant al formular su ideal formativo parte de la idea platónica de que el ser humano es cuerpo y alma, pero es el alma y más puntualmente la conciencia, la que tiene supremacía sobre el cuerpo. En este sentido, su ideal formativo recae en formar ese ámbito trascendente de la naturaleza humana que puede identificarse con el alma,  pero que a diferencia del alma de Platón no es un alma inmutable sino siempre en  constante perfeccionamiento y con capacidad de dirigir la acción humana.
En contraste, la noción de competencias tiene sustento en la concepción neo-aristotélica de la naturaleza humana. Según esta, el ser humano es  materia y forma, pero es también ser animal, ser social y ser individual que tiene la capacidad de razonar. Es sustancial al hombre vivir pues en sociedad y ejercer allí su individualidad, y buscar su bienestar,  su felicidad, fin último del hombre y por tanto de toda formación.  En esta nueva reinterpretación aristotélica, la noción de autonomía del sujeto, el ejercicio de la acción moral libre, no se anula pero queda restringida a los objetivos sociales, limitados a su vez  por la democracia.

La reinversión de los fundamentos con los cuales se piensa la naturaleza humana, conlleva una reorientación formativa centrada en el hombre como ser animal, social  y racional. El hombre espiritual o con alma, con sentido trascendente como lo plantea Platón, como la adopta el cristianismo o como lo piensa Kant es  reemplazado aquí, por el hombre físico, por el animal racional, por la forma cómo se organiza, vive en sociedad y se relaciona con la naturaleza, por el futuro que a este hombre le espera. Se trata de un hombre estrictamente terrenal.

Y es la experiencia de esta mirada humana terrenal la que se privilegia hoy en la educación, en la formación. Es en este sentido y no en otro, que se entiende la deshumanización. Son los saberes derivados de las ciencias naturales y de las ciencias formales los que predominan. Los valores estrictamente necesarios para la convivencia humana terrenal los que se promueven. Y las competencias profundizan esta deshumanización. En las competencias los saberes tienen una orientación práctica y son las necesidades de soluciones prácticas, las que determinan la búsqueda o aprendizaje de saberes. Gran parte de la variada y rica experiencia humana queda entonces por  fuera. La religión, la estética, la literatura, incluso la filosofía pasan a un segundo plano y generan resistencias. ¿Qué formar? el alma y la razón para que conduzcan la acción contestan los neoplatónicos; la razón en coherencia con la acción para que el ser humano mejore en sociedad y en su relación con la naturaleza, contestan los neo-aristotélicos. 

En estas tensiones en las que coexisten dos formas de pensar la formación pero una subordinando a la otra, la Universidad aparece como una institución en crisis. Por una parte, los defensores de una y otra forma de pensar la educación se enfrentan; por otra, la introducción de competencias en la formación universitaria  transforma positiva o negativamente la cultura universitaria.

Positivamente las competencias facilitan mayor conocimiento de los objetivos de la enseñanza y del aprendizaje, sirven de estándar para los procesos de evaluación interna y externa de los estudiantes y de las instituciones y conllevan a un cambio en las prácticas administrativas y pedagógicas. Negativamente, las competencias ponen un dedo en la llaga de la muy altamente defendida autonomía universitaria, introducen tecnicismos excesivos en la planeación, desarrollo y evaluación de los programas de estudio (Gómez y Alzate; 2010). Estos tecnicismos, combinan bien con la planeación, enseñanza y aplicación de las ciencias naturales, formales y administrativas por el fundamento epistemológico de tales ciencias, pero entran en contradicción, y por los mismos motivos, con las llamadas ciencias humanas y particularmente con las humanidades.

El otro aspecto negativo y tal vez el  más controvertido, es que las competencias inducen a una cierta direccionalidad del conocimiento y del hacer. Tal direccionamiento conlleva a que los maestros y estudiantes estén siempre pensando qué hacer  o cómo aplicar los saberes que se aprenden o se enseñan, qué preguntas van a contestar, qué problemas intentan comprender, intervenir o solucionar. Detrás de estas buenas posturas para apropiar realidades complejas, se esconden sin embargo, las comprensiones y las soluciones enmarcadas en las ideas dominantes. La Universidad se convierte así en un centro de reproducción de ideas dominantes, en una institución que perpetua las desigualdades sociales y acentúa su carácter de instrumento de  dominación y de poder. Los críticos de esta postura claman entonces por una amplia autonomía universitaria y por un retorno de los ideales liberales, que en términos formativos hagan del hombre un ser libre pensante, capaz de ejercer la crítica y la autocritica como elementos centrales para la transformación de su conciencia y de su hacer en el mundo. Una y otra posturas no renuncian sin embargo a la razón ni a los ideales del bien y de la justicia a los que debe dirigirse el hacer. ¿Es posible unificar estas posturas? Sí, de hecho sostenemos aquí que son complementarias. La universidad debe  contribuir a formar para el pensar y hacer, pero también formar la persona integra que piensa y hace, desde dos planos: el plano espiritual o de formación de la conciencia expuesto por Kant y el plano material, actualmente centrado en las competencias.   

La formación integral y el rol de la Universidad  

De la anterior discusión, se deduce que el sentido de la formación, depende de la manera cómo se piensa la naturaleza humana y sus fines. ¿Qué somos y a dónde debemos llegar? Son estas dos preguntas, en un contexto cultural cualquiera,  las que determinan qué ámbitos del hombre, de su naturaleza humana, deben ser modelados o desarrollados para alcanzar los fines. La formación aparece así como un proyecto futurista que tiene como objetivo incidir la acción humana hacia fines colectivos y altruistas. Para unos este fin es la felicidad terrena, para otros la libertad, para otros el Reino de Dios y para otros más la sabiduría, la perfección moral, el buen actuar. No obstante, las distintas concepciones acerca de la naturaleza humana y sus fines es posible encontrar regularidades y complementariedades.

En efecto, independiente de cómo se conciba la naturaleza humana y sus fines, las distintas posturas formativas tienen en común la razón y los ideales de justicia y bien. La naturaleza humana es cuerpo, mente, alma, espíritu, conciencia, ser social o ser individual pero ante todo es razón.  La razón puede provenir de la iluminación como en la postura cristiana, ser sacada desde el interior a través de preguntas como en la postura socrática, ser una razón práctica en permanente desarrollo y cambio como en Kant o ser una razón que conduce a vivir en sociedad y realizar ahí su ser individual como en los neo-aristotélicos; pero ante todo, ser el componente más esencial de la naturaleza humana sin el cual, no puede concebirse el alma, el espíritu, la conciencia o en general ese ser trascedente del hombre.

Por otra parte, más allá de los distintos fines que persigue cada ideal formativo se trata siempre de búsquedas enmarcadas en los ideales de justicia y bien común. Por supuesto, la razón como facultad humana susceptible de desarrollo y perfeccionamiento, y los ideales de justicia y bien como fines últimos a alcanzar, abordados desde una concepción de la naturaleza humana terrenal o espiritual,  pueden conducir a caminos distintos por lo que se hace necesario su integración.                      

La naturaleza humana es cuerpo y razón orientada en sentido terrenal y espiritual. Estos dos planos, configuran conocimientos, sentires y haceres distintos que sin embargo no se dan en el hombre de manera separada, sino que dan significado y trascendencia a la experiencia, a la vez que actúan como mediadores o reguladores de esa misma, que al final no  es espiritual ni terrenal sino experiencia humana. 

La formación será integral si desarrolla de manera equilibrada la facultad de la razón para pensar, sentir y hacer espiritual, y para pensar, sentir y hacer terrenal haciendo que unos y otros se complementen y ayuden al hombre a apropiar la experiencia humana, a crearla o recrearla, al tiempo que  permiten el ejercicio razonado de la autonomía, el desarrollo del ser social y la búsqueda de la felicidad, guiada siempre por los ideales de justicia y bien común.  

Es este y no otro el rol, la función social que debe cumplir toda institución formadora, en especial, la universidad. La universidad está llamada a restituir en la educación la integralidad del ser humano, fragmentada hoy por la prevalencia  de las ciencias naturales y formales en los planes y programas de estudio. Es un hecho positivo que el fundamento neo-aristótelico en el que se funda hoy la educación, oriente la universidad y sus programas en función de resolver los problemas de productividad, de mejoramiento de las relaciones del hombre consigo mismo, con los otros y la naturaleza. Es un hecho positivo que la educación se plantee la felicidad terrenal del hombre, es decir el mejoramiento real de sus condiciones de vida.  A esta orientación sin embargo, le hace falta algo. Le hace falta esa otra mitad de la experiencia humana que se ha dedicado a pensar la productividad, la felicidad, el mejor estar de la vida en función de los principios trascendentes de justicia y bien común. Le hace falta esa otra parte de la experiencia humana que tiene la capacidad de hacer ver al hombre que la producción o la felicidad terrenal no son fines en sí mismos. Le hace falta esa otra dimensión de la conducta humana que media entre el pensamiento y la acción: la prudencia de la que nos habló Platón, la fe, la esperanza y la caridad de las que nos habló San Agustín, la autonomía siempre regulada por principios universales de la que nos habló Kant.    

La cuestión fundamental aquí, es que debemos trasmitir a las generaciones siguientes, los conocimientos y técnicas con las que el hombre se ha procurado un mejor estar en el mundo, pero también los conocimientos y haceres que nos han permitido imaginar y recrear, guiados siempre por principios trascendentes ese mundo. “Y es que la  formación integral va más allá de la capacitación profesional aunque la incluye” (Zambrano; 2007). Con la formación profesional el hombre domina la técnica, con la formación integral es capaz de su análisis y critica.
Y es que el espacio de formación integral implica la posibilidad que el estudiante desarrolle su capacidad de servirse en forma autónoma y pueda comprometerse con el sentido histórico en su transformación (Orozco; 1999). Por ello, la educación universitaria será “integral si enfoca al estudiante como una totalidad y no únicamente en su potencial cognoscitivo o en su capacidad para el quehacer técnico o profesional” (Orozco; 1999).

Desafortunadamente, los organismos encargados de la educación han reducido el concepto de formación al de competencia, procedente del modelo empresarial. Las universidades se han convertido en “fabricas de un hacer profesional, por lo tanto han dado más interés a la reproducción de un modelo práctico que a la construcción de un modelo cultural” (Zambrano; 2007).
La reproducción de este modelo práctico, es agenciada en Colombia y Latinoamérica por el Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional. Así mismo, el requerimiento de formar por competencias ha sido señalado en varios informes publicados por el Banco Mundial y la Unesco[4].

A los anteriores condicionamientos, se agrega la necesidad de las universidades de adecuarse a los cambios económicos y culturales motivados por el fenómeno de la globalización. La formación por competencias es presentada entonces como la forma de articular Educación Superior y mercado laboral que necesita “destrezas” y “habilidades” para ser productivos[5].

En este sentido el concepto de formación reducido al de  competencia, provoca un cambio en el deber ser de la universidad, pues desplaza la investigación, la formación y la cultura para dar paso a  la capacitación de individuos. La universidad no puede, sin embargo, abandonar su tarea fundamental de  formación integral. No puede asemejar la formación a un proceso productivo en donde la cadena insumo-proceso-producto, se constituye en su razón de ser.

Referencias bibliográficas

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[1] Profesor de la Facultad de Educación de la Fundación Universitaria Católica Lumen Gentium. Miembro del grupo de investigación de pedagogía social. h_hvalencia@hotmail.com 
[2] Profesora de tiempo completo de la Universidad Santiago de Cali. Trabajadora social, magister en educación.  
[3] En la construcción de este pensamiento han contribuido: Aristóteles, Herder, Hegel, W.Von Humbolt, J.B.Vico. Sha Ftesbury y Bergson. Ver: GADAMER, Hans-Georg (1991). Verdad y Método I. Salamanca, Sígueme.
[4] Ver para ejemplo el documento: Banco Mundial 1994-1995: La educación Superior en América Latina y el Caribe; el documento Estrategias UNESCO 2000; al igual que el documento de la primera Conferencia Mundial sobre Educación Superior (París 1998).
[5] Sobre el tema se puede consultar el trabajo de Carlos Felipe Rúa Delgado “Influencia de los organismos internacionales en la Educación Superior en Colombia” publicado en la Revista Colombiana  de Educación Superior de la Universidad  Santiago de Cali  Julio – Diciembre 2009 No 3 Pág. 106 - 127

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